Ese otro Rafael Núñez
No me voy a referir al Núñez como persona central de la segunda mitad del siglo XIX, del que se han escrito, a nivel regional, cientos de páginas impresas en fabulosos artículos de agudos analistas. No, al Núñez en el ciclo vital de su meteórica carrera política. Ni al Núñez en su apasionado periplo de amante furibundo, cuyas historias de amor y de irremediable “donjuanismo” darían para escribir fantásticos guiones para el cine.
Tampoco al Núñez, ese hábil y audaz ser humano, con extraordinario olfato político como nadie tuvo en el turbulento momento histórico que vivía la República, capaz de producir enormes cambios de trescientos sesenta grados, los que le llevaron a proclamar la Constitución de 1886.
Esa Constitución, tan sesuda, que logró pacificarnos y gobernarnos por más de cien años.
Sagaz olfato, por demás, para saber en qué momento exacto había que hacer el cambio, no solo por la difícil circunstancia del momento, sino por el cuantioso cúmulo de líderes de gran talla que se disputaban el poder, como José María Melo, Murillo Toro, Aquileo Parra y Santiago Pérez. Imponerse con indiscutido liderazgo sobre mentes tan brillantes es solo propio de un hombre superior.
Tampoco me voy a referir al Núñez que regresa siendo otro después de sus viajes al exterior y de la gran influencia que ejerce en él la doctrina del darwinismo social, aquella que proclama que el hombre y su pensamiento están en completa evolución y transformación. El Núñez influenciado profundamente por los pensamientos de Herbert Spencer (1820-1902), famoso naturalista, filósofo y sociólogo con gran importancia en la Inglaterra de mediados del siglo XIX.
Si no al Núñez audaz que se atrevió a iniciar en su primer gobierno los cambios contra todo pronóstico, los que la República necesitaba y que llamó “La Regeneración”, que no es otra cosa que una reingeniería de lo habido.
Que consistía, fundamentalmente, en consolidar la República y sus instituciones con carácter centralista, ya que el federalismo había producido un enorme caos en las regiones, tanto así que cada una tenía su propio ejército y sus propias leyes, e incluso los ejércitos se enfrentaban entre sí.
Núñez cambió con osadía la política de la libre importación y el libre cambio para proteger nuestra industria nacional y prohibió la emisión de dinero por particulares, algo que en Bogotá era cosa común, y creó un Banco Central que hoy es el antecedente del Banco de la República.
De Núñez y su primer gobierno se podrían escribir cientos de páginas por lo revolucionario. Todo esto en contra del poderío cachaco que tan duro lo trataba y al que Núñez finamente despreciaba, porque además decía: “son aburridísimos”.
Tanto, que Núñez se venía a El Cabrero para hablar de poesía, hacerle versos a su amada, oír música con sus amigos y bailar valses y mazurcas con la irresistible Soledad Román.