Una reforma judicial que pone en jaque la democracia
La reciente reforma al poder Judicial en México, promovida por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, nos confronta con un dilema crucial: ¿cómo resolver los problemas históricos de la justicia sin comprometer los principios fundamentales de la democracia y los derechos humanos? Esta cuestión, más que retórica, encapsula una realidad alarmante: el riesgo de que una reforma concebida para combatir la corrupción y la ineficacia judicial termine por agravar las deficiencias existentes y minar la estabilidad democrática del país.
El mural de José Clemente Orozco en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que retrata a una justicia dormida y otra atrapada en luchas ajenas, cobra una vigencia inquietante. El nuevo modelo introduce la elección popular de jueces y magistrados, un esquema único en el mundo y cargado de peligros evidentes. En lugar de garantizar independencia judicial, esta medida podría facilitar la injerencia política, la infiltración del crimen organizado y la politización de las decisiones judiciales. ¿El resultado? Una justicia que no solo pierde su imparcialidad, sino también su capacidad de proteger a las minorías y garantizar derechos fundamentales.
Estudios como el de Dejusticia, que analiza mecanismos de selección judicial en América Latina, advierten sobre los peligros de este tipo de reformas. Bolivia, con un modelo similar desde 2009, ofrece un ejemplo aleccionador: lejos de aumentar la legitimidad judicial, ha resultado en un poder Judicial aún más politizado y desconectado de la ciudadanía. En México, donde el hiperpresidencialismo ya concentra un poder desmedido, los riesgos son aún mayores.
A pesar de las profundas fallas del sistema judicial mexicano, como la impunidad y el acceso desigual a la justicia, el modelo previo había logrado avances significativos, como la consolidación del sistema de carrera judicial. Este progreso ahora está en peligro. Al reducir los requisitos para ser juez y permitir el reemplazo masivo de los actuales juzgadores, la reforma amenaza con deteriorar la calidad de las decisiones judiciales y con incrementar la morosidad en los tribunales.
La elección popular, presentada como una herramienta democratizadora, podría ser un espejismo. En realidad, el proceso de preselección controlado por los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial limita la participación ciudadana efectiva, convirtiendo el voto en un acto simbólico sin impacto real en la composición del poder Judicial. Además, la elección masiva de jueces abre la puerta a dinámicas clientelistas y corruptas, en detrimento de la independencia judicial.
La reforma también plantea interrogantes sobre el acceso a la justicia. Si los nuevos jueces deben responder a intereses políticos o a quienes los eligieron, ¿qué garantía tienen los ciudadanos de obtener decisiones imparciales? Además, los cambios masivos y periódicos en las judicaturas podrían provocar paralizaciones judiciales y una mayor ineficiencia en el sistema.
En este contexto, es imperativo que la sociedad civil, los medios y los organismos internacionales redoblen su vigilancia. La Suprema Corte de Justicia tiene la responsabilidad de revisar la constitucionalidad de esta reforma, y el Congreso debería implementar medidas que mitiguen sus efectos adversos. Más allá de México, esta situación ofrece una lección urgente para toda América Latina: cualquier reforma judicial debe ser concebida no solo para enfrentar las deficiencias del sistema, sino también para salvaguardar los principios democráticos.
La justicia, como nos recordó Orozco en su mural, no puede permitirse dormir. Tampoco pueden hacerlo quienes creen en la democracia como el camino hacia una sociedad más equitativa y justa. Es hora de actuar, de manera informada y decidida, para proteger los pilares fundamentales de nuestras democracias.