Petro fue el caos, Cepeda sería la tragedia

Gustavo Petro no es ni socialista, ni progresista, ni demócrata. Socialista era Pepe Mujica, que vivió en coherencia con su forma de pensar, en su chacra, acompañado por sus perros y su Escarabajo. Progresista fue Tony Blair, que fortaleció el Estado de Bienestar británico con reformas reales, no con discursos vacíos. Demócrata fue Nelson Mandela, que renunció a la venganza para unir a un país quebrado por el odio y la segregación. Petro no pertenece a esa tradición. Petro es un charlatán que mientras afirma que no lo inviten a bacanales, exige banquetes en su honor a jeques árabes. Que mientras dice luchar contra los combustibles fósiles, gasta gasolina a manos llenas en giras interminables. Que mientras declara ser pobre, se pasea entre Ferragamo, Gucci y boutiques europeas, mientras sus hijas posan en escenarios que nada tienen que ver con la austeridad que predica. Que mientras se autodefine pacifista, perteneció a la guerrilla más violenta de nuestra historia y ya en el poder bombardea campamentos donde hay menores, a la vez que compra aviones de guerra como niño caprichoso en juguetería ajena. Que mientras promete combatir la corrupción, encabeza un gobierno plagado de escándalos. Que mientras dice defender el diálogo, ataca a los emprendedores que generan riqueza y sabotea relaciones con los socios comerciales más importantes del país. Que mientras critica a las EPS, destruye la Nueva EPS y deja a millones de colombianos sin acceso a servicios básicos.

Petro es incoherencia pura, improvisación permanente, caos vestido de retórica. Pero incluso así, Petro no es el verdadero peligro. El verdadero peligro es Iván Cepeda.

Cepeda no improvisa. Cepeda estructura. Cepeda no tropieza con sus contradicciones, las ordena y las convierte en doctrina. Cepeda no gobierna desde la emoción del momento, sino desde una visión ideológica que ha cultivado desde su juventud, cuando vivió en Cuba y Checoslovaquia, respirando el aire de los regímenes socialistas que marcaron su formación. Es un político disciplinado, serio, convencido de su causa. Y precisamente por eso, para Colombia, representa un riesgo mucho mayor.

Su trayectoria lo demuestra. Ha construido su carrera alrededor de una memoria histórica selectiva, donde unos victimarios son vistos como actores políticos legítimos y otros como enemigos irreconciliables. Ha promovido diálogos con estructuras armadas basados en concesiones amplias, casi ilimitadas, como si la autoridad del Estado fuera un lujo opcional y no la base mínima de la convivencia. Su visión de paz no es un proceso con principios y límites claros, es un concepto maleable donde todo se negocia y todo se concede. Su mirada sobre la Fuerza Pública es profundamente crítica, y su interpretación de la justicia transicional apunta a transformar el equilibrio institucional antes que a consolidarlo.

Por eso tantos colombianos creen que un gobierno de Iván Cepeda no sería una reedición de la zona de distensión de Pastrana, sino algo mucho peor. Lo de Pastrana fue una ingenuidad peligrosa, sí, pero acotada en el tiempo y el espacio. Fue un territorio entregado temporalmente, una mala apuesta que luego pudo corregirse. Lo de Cepeda sería distinto. No sería despejar una zona, sería despejar el país entero a nivel institucional.

Lo de Pastrana fortaleció militarmente a la guerrilla. Lo de Cepeda podría fortalecerla políticamente, jurídicamente e ideológicamente. Y eso es infinitamente más grave. Las armas se entregan o se destruyen. El poder político, en cambio, se consolida y se vuelve irreversible.

Un gobierno de Cepeda podría transformar la relación entre el Estado y los grupos armados hasta el punto de desdibujar los límites entre autoridad legítima y actor ilegal. Podría reinterpretar la justicia para incorporar su visión ideológica. Podría debilitar la capacidad operacional de la Fuerza Pública. Podría convertir lo que antes fue una zona liberada temporal en una zona liberada institucional, donde las estructuras criminales encuentren legitimidad, no por error táctico, sino por convicción política.

Pastrana fue un mal cálculo. Cepeda sería un proyecto. Pastrana entregó un territorio. Cepeda podría entregar la arquitectura del Estado. Pastrana cometió un error corregible. Cepeda representa una transformación profunda y duradera que podría poner en riesgo la estabilidad que aún sobrevive.

La sonrisa permanente de Iván Cepeda en las fotos junto a los jefes de las FARC no es un gesto diplomático, es el símbolo de un proyecto. Mientras el país veía un ‘proceso de paz’, Cepeda veía la oportunidad de legitimar políticamente a un grupo armado que jamás renunció a su proyecto ideológico. Sus declaraciones lo confirman, cuando insiste en que las FARC deben ser un movimiento político pleno, que el Estado es responsable de los crímenes principales del conflicto, que la Fuerza Pública debe ser reformada desde sus cimientos y que los presos de guerra deben recibir trato preferencial. Para Cepeda, la paz no fue la entrega de armas, fue la entrega simbólica del Estado a una narrativa donde la legalidad es negociable y la autoridad es un obstáculo. Ese es el verdadero riesgo de su visión.

Y aquí está la ironía más amarga. Con todos los desastres que ha producido Petro, con su improvisación, su caos, su incoherencia, sus escándalos y su incapacidad para gobernar, Colombia podría terminar extrañándolo si el poder cae en manos de un personaje tan meticuloso, tan ideologizado y tan peligrosamente consistente como Iván Cepeda. Petro es un problema enorme. Cepeda podría ser una tragedia histórica.

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VISIÓN, La Revista Latinoamericana

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